jueves, 12 de febrero de 2009

sábado, 27 de septiembre de 2008

Tragedias desde el comienzo
Nacido el 31 de diciembre de
1878, Quiroga era hijo del vicecónsul argentino en Salto y de la oriental Pastora Forteza. Por parte de su padre descendía del caudillo riojano Facundo Quiroga
Desde el comienzo de su vida, Quiroga vivió sumergido en acontecimientos muy trágicos: con apenas tres meses de edad, presenció desde los brazos de su madre cómo moría su padre de un disparo accidental de su propia escopeta, al intentar descender de una embarcación con el arma en una posición incorrecta. El estampido del arma y el horroroso espectáculo provocaron que Pastora dejara caer al niño, que se golpeó contra las tablas del muelle y casi se cae en las turbulentas aguas. Habían comprado una chacra en San Antonio Chico, donde abundaba la caza. La costumbre de viajar armado fue la causa de la trágica muerte del padre de Quiroga.
La madre, ahora viuda, se trasladó a
Córdoba con los niños para tratar la enfermedad pulmonar de una de las hermanas de Quiroga. Luego de cuatro años en las sierras, regresaron a Salto.

Adolescencia y formación

Horacio Quiroga a los 19 años, frente a su casa natal de Salto Uruguayo.
Realizó sus estudios en la
capital uruguaya hasta completar el colegio secundario. Estos estudios incluyeron formación técnica (Instituto Politécnico de Montevideo) y general (Colegio Nacional), y ya desde muy joven demostró un enorme interés por la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, el ciclismo y la vida de campo. Funda a tan temprana edad la Sociedad de Ciclismo de Salto y logra la notable hazaña de unir en bicicleta las ciudades de Salto y Paysandú (120 km).
En esta época pasaba larguísimas horas en un taller de reparación de maquinarias y herramientas. Por influencia del hijo del dueño empezó a interesarse por la filosofía. Se autodefiniría como "franco y vehemente soldado del
materialismo filosófico".
A los 22 años comenzó con sus primeros tanteos poéticos. Pocos meses después descubrió las poesías de
Leopoldo Lugones y Poe, a los que leyó con fruición y tomó como sus maestros artísticos. Llegaría a ser amigo personal del primero de ellos.
El descubrimiento de la poesía de alto vuelo de estos dos autores lo movió a interesarse por distintas escuelas y estilos: el
posromanticismo, el simbolismo y el modernismo, para comenzar pronto, provisto de este bagaje, a publicar sus poemas en su ciudad natal. Se conserva su primer cuaderno de poesías, que contiene 22 poemas de distintos estilos, escritos entre 1894 y 1897. Mientras trabajaba y estudiaba, colaboraba con las publicaciones La Revista y La Reforma: poco a poco, iba puliendo su estilo y haciéndose conocido.
Durante el carnaval de
1898, el joven poeta conoció a su primer amor, una niña llamada María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas (1920) y Una estación de amor. Pero los desencuentros provocados por los padres de la joven —que reprobaban la relación, debido al origen no judío de Quiroga— hicieron crisis y precipitaron la separación definitiva.

Comienzos como profesional
El semanario "Gil Blas" de Salto comenzó por esos tiempos a aceptar las colaboraciones de Quiroga, quien se relacionó primero profesionalmente y luego mediante una profunda amistad con el escritor, ensayista y poeta argentino Leopoldo Lugones, que había sido y seguiría siendo una de sus dos influencias principales. Quiroga conoció a Lugones en una escala durante un viaje fluvial, y el prestigioso literato lo recibió en su casa del barrio de
Barracas. Las subsiguientes visitas cimentaron el entrañable cariño que ambos se profesaron hasta la muerte de Quiroga.
En
1899 Quiroga fundó en su pueblo natal la Revista de Salto, publicación literaria dirigida a los principiantes en el mundo de las letras y tribuna desde la cual el joven director intentaría imponer y difundir las doctrinas del modernismo. Pero la revista fracasó y se hundió definitivamente a los pocos meses de aparecida. En ella se publicaron diversas obras del autor, entre ellos los ensayos "Aspectos del modernismo" y "Sadismo-masoquismo".

París
Al año siguiente Horacio recibió la herencia de su padre, decidiendo invertirla en un viaje a
París. Estuvo —contando el tiempo de viaje— cuatro meses ausente. En la Ciudad Luz aprovechó para visitar la Exposición Universal, participar en un torneo de ciclismo y conocer al gran poeta Rubén Darío y al grupo de artistas y literatos que lo rodeaban.
Sin embargo, las cosas no salieron como Quiroga había planeado: el mismo joven orgulloso que había partido de
Montevideo con frac y en primera clase regresó en tercera, andrajoso, hambriento y con una larga barba negra que ya no se quitaría nunca más.

El Consistorio del Gay Saber y primeros libros [editar]

Un elegante Quiroga posando en 1900.
Al volver a su país, Quiroga reunió a sus amigos Federico Ferrando, Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José Hasda y Asdrúbal Delgado, y fundó con ellos el "Consistorio del Gay Saber", una especie de laboratorio literario experimental donde todos ellos probarían nuevas formas de expresarse y preconizarían los objetivos modernistas.
La alegría que le provocó la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral, poesía, 1901, dedicado a Lugones) se vio trágicamente opacada —una vez más— por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la
fiebre tifoidea en el Chaco.
El funesto año de
1901 guardaba aún otra espantosa sorpresa para el escritor: su amigo Federico Ferrando, que había recibido malas críticas del periodista montevideano Germán Papini Zas, comunicó a Quiroga que deseaba batirse a duelo con aquél. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente. Llegada al lugar la policía, Quiroga fue detenido, sometido a interrogatorio y posteriormente trasladado a una cárcel correccional. Al comprobarse la naturaleza accidental y desafortunada del homicidio, el escritor fue liberado tras cuatro días de reclusión.
La pena y la culpa por la muerte de su querido compañero llevaron a Quiroga a disolver el Consistorio y a abandonar el Uruguay para pasar a la
Argentina. Cruzó el Río de la Plata en 1902 y fue a vivir con María, otra de sus hermanas. En Buenos Aires el artista alcanzaría la madurez profesional, que llegaría a su punto cúlmine durante sus estancias en la selva. Además, su cuñado lo inició en la pedagogía, consiguiéndole trabajo bajo contrato como maestro en las mesas de examen del Colegio Nacional de Buenos Aires.

Misiones y el Chaco
Designado profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en marzo de
1903, Quiroga quiso acompañar, en junio del mismo año y ya convertido en un fotógrafo experto, a Leopoldo Lugones en una expedición a Misiones, financiada por el Ministerio de Educación, en la que el insigne poeta argentino planeaba investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas en esa provincia. La excelencia de Quiroga como fotógrafo hizo que Lugones aceptara llevarlo, y el uruguayo pudo documentar en imágenes ese viaje de descubrimiento.
La profunda impresión que le causó la jungla misionera marcaría su vida para siempre: seis meses después Quiroga invirtió el último dinero que le quedaba de su herencia (siete mil pesos) en comprar unos campos
algodoneros en el Chaco, ubicados a siete kilómetros de Resistencia, a orillas del Río Saladito. El proyecto fracasó en el aspecto económico, principalmente por problemas de Quiroga con sus peones aborígenes, pero la vida de Horacio se enriqueció al convertirse, por primera vez, en un hombre de campo. Su narrativa, en consecuencia, se benefició con el profundo conocimiento de la cultura rural y de sus hombres, en un cambio estilístico que el escritor mantendría ya para siempre.

Cuentista
Al regresar a Buenos Aires luego de su fallida experiencia en el Chaco, Quiroga abrazó la narración breve con pasión y energía. Fue así que en
1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar Allan Poe, que fue reconocido y elogiado, entre otros, por José Enrique Rodó. Estas primeras comparaciones con el "Maestro de Boston" no molestaban a Quiroga, que las escucharía con complacencia hasta el fin de su vida, respondiendo a menudo que Poe era su primer y principal maestro.
Durante dos años Quiroga trabajó en multitud de cuentos, muchos de ellos de terror rural, pero otros en forma de deliciosas historias para niños pobladas de animales que hablan y piensan sin perder las características naturales de su especie. A esta época pertenece su soberbio y horroroso El almohadón de plumas, publicado en la celebérrima revista argentina
Caras y Caretas en 1905, que llegó a publicar ocho cuentos de Quiroga al año. A poco de comenzar a publicar en ella, Quiroga se convirtió en un colaborador famoso y prestigioso, cuyos escritos eran buscados ávidamente por miles de lectores.

El amor y la selva

Reconstrucción exacta de la primera casa de Quiroga en San Ignacio. La original fue destruida por los aborígenes.
En
1906 Quiroga decidió volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades que el gobierno ofrecía para la explotación de las tierras, compró una chacra (junto con Vicente Gozalbo) de 185 hectáreas en la provincia de Misiones, sobre la orilla del Alto Paraná, y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí, mientras enseñaba Castellano y Literatura en la Escuela Normal Nº 8.
Durante las vacaciones de 1908, el literato se trasladó a su nueva propiedad, construyendo las primeras instalaciones y comenzando a edificar el bungalow donde se establecería.
Enamorado de una de sus alumnas —la adolescente Ana María Cires—, le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio. Quiroga insistió en la relación frente a la oposición de los padres de la doncella, obteniendo por fin el permiso para casarse y llevarla a vivir a la selva con él. Los flamantes suegros de Quiroga, preocupados por los riesgos de la vida salvaje, siguieron al matrimonio y se trasladaron a Misiones con su hija y yerno. Así, pues, el padre de Ana María, su madre y una amiga de esta, se instalaron en una casa cercana a la vivienda del matrimonio Quiroga.
En
1911 Ana María dio a luz a su primera hija, Eglé Quiroga, por parto natural, en su casa de la selva y asistida por Quiroga como comadrona. Durante ese mismo año el escritor comenzó la explotación de sus yerbatales en sociedad con su amigo uruguayo Vicente Gozalbo, y al mismo tiempo fue nombrado Juez de Paz (funcionario encargado de mediar en disputas menores entre ciudadanos privados y celebrar matrimonios, emitir certificados de defunción, etc.) en el Registro Civil de San Ignacio. Las tareas de Quiroga como funcionario merecen mención aparte: olvidadizo, desorganizado y descuidado, tomó la costumbre de anotar las muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel a los que "archivaba" en una lata de galletas. Más tarde adjudicaría conductas similares al personaje de uno de sus cuentos.
Al año siguiente nació su hijo menor, Darío. Quiroga decidió, apenas los niños aprendieron a caminar, ocuparse personalmente de su educación. Severo y dictatorial, exigía que cada pequeño detalle estuviese hecho según sus exigencias. De muy pequeños los acostumbró al monte y a la selva, exponiéndolos a menudo —midiendo siempre los riesgos— al peligro, para que fueran capaces de desenvolverse solos y de salir con bien de cualquier situación. Fue capaz de dejarlos solos en la jungla por la noche o de obligarlos a sentarse al borde de un alto acantilado con las piernas colgando en el vacío.
El varón y la niña, sin embargo, no se negaban a estas experiencias —que aterrorizaban y exasperaban a su madre— y las disfrutaban. La mujercita aprendió a criar animales silvestres y el niño a usar la escopeta, manejar una moto y navegar, solo, en una canoa.

Industrias rurales y tragedia
Entre
1912 y 1915 el escritor, que ya tenía experiencia como algodonero y yerbatero, emprendió una denodada búsqueda de salidas económicas mediante la explotación de los recursos naturales de sus tierras. Destiló naranjas, fabricó carbón, elaboró resinas y muchas otras actividades similares, pero sólo cosechó fracasos monetarios.
Mientras tanto, criaba ganado, domesticaba animales salvajes, cazaba y pescaba con profusión. La literatura siguió siendo, en esta etapa, el norte de su vida: la revista
Fray Mocho de Buenos Aires publicó numerosos cuentos de Quiroga, muchos de ellos ambientados en la selva y poblados de personajes tan naturalistas que parecen reales.
Pero la esposa de Quiroga no estaba contenta: no lograba adaptarse a la vida selvática y pedía a su esposo, una y otra vez, que regresaran a Buenos Aires o, si él quería quedarse, que le permitiera volver sola. Ante la cerrada negativa del literato a ambas posibilidades, e inmersa en una gravísima crisis depresiva, Ana María sumó una nueva tragedia en la vida de Quiroga, suicidándose con veneno en 1915 luego de una violenta pelea con el escritor. Sufrió una espantosa agonía de ocho días, muriendo luego entre horribles sufrimientos y dejando a Horacio y a los niños sumidos en la más oscura desesperación.

Buenos Aires Tras el suicidio de su esposa, Quiroga se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde recibió un cargo de Secretario Contador en el Consulado General uruguayo en esa ciudad, tras arduas gestiones de unos amigos orientales que deseaban ayudarlo.
A lo largo del año
1917 habitó con los niños en un sótano de la avenida Canning (hoy Raúl Scalabrini Ortiz) 164, alternando sus labores diplomáticas con la instalación de un taller en su vivienda y el trabajo en muchos relatos que iban siendo publicados en prestigiosas revistas como las ya mencionadas, "P.B.T." y "Pulgarcito". La mayoría de ellos fueron recopilados por Quiroga en varios libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte (sic, título sin coma, 1917). La redacción del libro le había sido sugerida por Manuel Gálvez, escritor y propietario de la editorial, y el volumen se convirtió de inmediato en un enorme éxito de público y de crítica, consolidando a Quiroga como el verdadero maestro latinoamericano del relato breve.
Al año siguiente se estableció en un pequeño departamento de la calle Agüero, al tiempo que apareció su celebrado Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva misionera. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza en el húmedo sótano de dos pequeñas habitaciones y cocina-comedor.
Con dos importantes ascensos en el escalafón consular (primero a cónsul de distrito de segunda clase y luego a cónsul adscrito) llegó también su nuevo libro de cuentos, El salvaje (1919). Al año siguiente, siguiendo la idea del Consistorio, fundó Quiroga la Agrupación
Anaconda, un grupo de intelectuales que realizaba actividades culturales en Argentina y Uruguay. Su única obra teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se estrenó en 1921, año en que salía a la venta Anaconda, otro libro de cuentos. El importantísimo diario argentino La Nación comenzó también a publicar sus relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante popularidad. Entre 1922 y 1924, Quiroga participó como secretario de una embajada cultural a Brasil (cuya Academia de Letras lo distinguió especialmente) y, de regreso, vio publicado su nuevo libro: El desierto (cuentos).
Por mucho tiempo el escritor se dedicó a la crítica cinematográfica, teniendo a su cargo la sección correspondiente de la revista Atlántida, El Hogar y La Nación. También escribió el guión para un largometraje ("La jangada florida") que jamás llegó a filmarse. Poco tiempo después, fue invitado a formar una Escuela de Cinematografía. El proyecto, financiado por inversionistas rusos y que contaría con la inclusión de Arturo Mom, Gerchunoff y otros, no prosperó.
Fuentes: Horacio Quiroga y el cine (Barsky, Julián, Todo es Historia, Buenos Aires, 2006).

Nuevos amores
Quiroga con su segunda esposa en Misiones (1932).
Durante este período, el escritor compró una motocicleta; enamorado de una adolescente de
Rosario, comenzó a emprender insensatos viajes a Rosario para verla, lo que implica un viaje redondo de 460 kilómetros, que se acostumbró a efectuar en el día.
Poco después, Horacio regresó a Misiones. Nuevamente enamorado, esta vez de la joven de 17 años Ana María Palacio, intentó convencer a los padres de que la dejasen ir a vivir con él a la selva. La negativa de éstos y el consiguiente fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en
1929. En ella narra, como componentes autobiográficos de la trama, las mil estratagemas que debió practicar para conseguir acceso a la muchacha: arrojando mensajes por la ventana dentro de una rama ahuecada, enviándole cartas escritas en clave e intentando cavar un largo túnel hasta su habitación para secuestrarla. Finalmente, cansados ya del pretendiente, los padres de la joven la llevaron lejos y Quiroga se vio obligado a renunciar a su amor.
En una parte de su vivienda, Horacio instaló un taller en el que comenzó a construir una embarcación a la que bautizaría "Gaviota". En su casa —ahora convertida en astillero— fue capaz de concluir esta obra y, puesta ya en el agua, la piloteó río abajo desde San Ignacio hasta Buenos Aires, realizando con ella numerosas expediciones fluviales.
A principios de
1926 Quiroga volvió a Buenos Aires y alquiló una quinta en el partido suburbano de Vicente López. En la cúspide misma de su popularidad, una importante editorial le dedicó un homenaje, del que participaron, entre otros, figuras literarias como Arturo Capdevila, Baldomero Fernández Moreno, Benito Lynch, Juana de Ibarbourou, Armando Donoso y Luis Franco.
Amante de la música clásica, Quiroga asistía con frecuencia a los conciertos de la Asociación
Wagneriana, afición que alternó con la lectura incansable de textos técnicos y manuales sobre mecánica, física y artes manuales.
Para
1927, Horacio había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, Los desterrados. Pero el enamoradizo artista había fijado ya los ojos en la que sería su último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, que sucumbió a sus reclamos y se casó con él en el curso de ese mismo año sin haber cumplido 20 años.

Amistades literarias

El taller de Quiroga, con sus herramientas.
Además de los ya mencionados
Leopoldo Lugones y José Enrique Rodó, la infatigable labor de Quiroga en el ámbito literario y cultural le granjeó la amistad y admiración de grandes e influyentes personalidades. De entre ellos se destacan la poeta argentina Alfonsina Storni y el escritor e historiador Ezequiel Martínez Estrada. Quiroga llamaba cariñosamente a este último "mi hermano menor".
Caras y Caretas, mientras tanto, publicó diecisiete artículos biográficos escritos por Quiroga, dedicados a personajes como
Robert Scott, Luis Pasteur, Robert Fulton, H.G. Wells, Thomas de Quincey y otros.
En
1929 Quiroga experimentó su único fracaso de ventas: la ya citada novela Pasado amor, que solo vendió en las librerías la exigua cantidad de cuarenta ejemplares. A la vez comenzó a tener graves problemas de pareja.

Otra vez la selva
A partir de
1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija (María Elena, llamada "Pitoca", que había nacido en 1928). Para ello, y no teniendo otros medios de vida, consiguió que se promulgase un decreto trasladando su cargo consular a una ciudad cercana. Los celos dominaban a Quiroga, quien pensó que en medio de la selva podría vivir tranquilo con su mujer y la hija de su segundo matrimonio.
Pero un avatar político provocó un cambio de gobierno, que no quiso los servicios del escritor y lo expulsó del consulado. Algunos amigos de Horacio, como el escritor salteño (de Salto, Uruguay)
Enrique Amorín, tramitaron la jubilación argentina para Quiroga. Comenzando a partir de este problema, el intercambio epistolar entre Quiroga y Amorín se hizo numeroso. Las cartas que se conservan demuestran que Horacio hacía partícipe a su confidente de la mayor parte de sus problemas —casi todos de índole íntima y familiar—, pidiéndole consejos y ayuda: la mujer de Quiroga —al igual que su infortunada antecesora— no gustaba de la vida en el monte y las peleas y violentas discusiones se volvieron diarias y permanentes.
En esta época de frustración y dolor salió a la venta una colección de cuentos ya publicados titulada Más allá (
1935). A partir de su interés en las obras de Munthe e Ibsen, Quiroga se decantó por nuevos autores y estilos, y comenzó a planear su autobiografía.

La enfermedad, el abandono, el final [editar]

Reunión de literatos en Buenos Aires, 1928: Horacio Quiroga (parado, primero de la izquierda), su amigo Leopoldo Lugones (cruzado de brazos) y Alberto Gerchunoff (sentado, al centro).
En ese año de
1935 Quiroga comenzó a experimentar molestos síntomas, aparentemente vinculados con una prostatitis u otra enfermedad prostática. Las gestiones de sus amigos dieron frutos al año siguiente, concediéndosele una jubilación. Al intensificarse los dolores y dificultades para orinar, su esposa logró convencerlo de trasladarse a Posadas, ciudad en la cual los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata.
Pero los problemas familiares de Quiroga continuarían: su esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándolo —solo y enfermo— en la selva. Ellas volvieron a Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó completamente ante esta grave pérdida.
Cuando el estado de la enfermedad prostática hizo que no pudiese aguantar más, Horacio viajó a Buenos Aires para que los médicos tratasen sus padecimientos. Internado en el prestigioso
Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937, una cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de cáncer de próstata, intratable e inoperable. María Elena, entristecida, estuvo a su lado en los últimos momentos, así como gran parte de su numeroso grupo de amigos.
Por la tarde del 18 de febrero, una junta de médicos explicó al literato la gravedad de su estado. Algo más tarde, Quiroga pidió permiso para salir del hospital, lo que le fue concedido, y pudo así dar un largo paseo por la ciudad. Regresó al hospital a las 23.
Al ser internado Quiroga en el Clínicas, se había enterado de que en los sótanos se encontraba encerrado un monstruo: un desventurado paciente con espantosas deformidades similares a las del tristemente célebre inglés
Joseph Merrick (el "Hombre Elefante"). Compadecido, Quiroga exigió y logró que el paciente —llamado Vicente Batistessa— fuera liberado de su encierro y se lo alojara en la misma habitación donde estaba internado el escritor. Como era de esperar, Batistessa se hizo amigo y rindió adoración eterna y un gran agradecimiento al gran cuentista.
Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado, el soberbio Horacio Quiroga confió a Batistessa su decisión: se anticiparía al cáncer y abreviaría su dolor, a lo que el otro se comprometió a ayudarlo. Esa misma madrugada (19 de febrero de 1937) y en presencia de su amigo, Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos después entre espantosos dolores.
Su cadáver fue velado en la Casa del Teatro de la
Sociedad Argentina de Escritores (SADE) que lo contó como fundador y vicepresidente. Tiempo después, sus restos fueron repatriados a su país natal.

Su obra

Caricatura de Quiroga publicada en el diario "La Nación" (1922).
Seguidor de la escuela
modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió atraído por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la Naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.
Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico
Rudyard Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio "Cuentos de la selva", delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios relatos protagonizados por animales.
Su Decálogo del perfecto cuentista, dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y preciso, empleando pocos
adjetivos, redacción natural y llana y claridad en la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario por momentos ostentoso.
Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje Naturaleza que lo rodeaba en Misiones: la jungla, el
río, la fauna, el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes se mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos, Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los miserables obreros rurales de la región, los peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el modo en que se perpetúa este dolor existencial a las generaciones siguientes. Trató, además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus textos hoy en día.
Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan Poe y
Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX.

Los arrecifes de coral
Análisis
En su primer libro, Los arrecifes de coral, compuesto por 18 poemas, 30 páginas de prosa poética y 4 relatos, Quiroga pone en evidencia su inmadurez y confusión adolescente. Punto aparte para los relatos, en los cuales está ya en germen el estilo modernista y
naturalista que identificaría al resto de su obra.
Sus dos novelas Historia de un amor turbio y Pasado amor tratan sobre el mismo tema —que obsesionaba al autor en su vida personal—: los amores entre hombres maduros y jovencitas adolescentes.
En la primera de ellas Quiroga divide la acción en tres etapas. En la primera, una niña de 9 años se enamora de un hombre adulto. En la segunda parte, el hombre, que no se había percatado del amor de la niña, pasados ocho años (ella tiene ahora 17) comienza a cortejarla. En la tercera parte el hombre narra la última etapa de su amor: han pasado diez años desde que la joven lo ha abandonado. La acción se inicia aquí: es el tiempo presente de la novela.
En Pasado amor la historia se repite: un hombre maduro regresa a un lugar luego de años de ausencia y se enamora de una jovencita a la que había amado siendo niña.
Conociendo la historia personal de Quiroga, se evidencian las características autobiográficas de ambas novelas: hasta el nombre de la protagonista de Historia de un amor turbio es Eglé (así se llamaba la hija de Quiroga, de una de cuyas compañeritas se enamoró el escritor y que llegaría a ser su segunda esposa).
Los avatares eróticos de Quiroga con muchachas muy jóvenes pueblan el drama de estas dos novelas, con especial hincapié en la oposición de sus padres, rechazo que Quiroga había aceptado como parte integrante de su vida y con el que debió lidiar siempre.
Dejando a un lado el teatro de Quiroga, poco difundido y al que los críticos siempre han llamado "un error", lo más trascendente de su obra son los cuentos cortos, género en que el autor alcanza la madurez, impulsando en el mismo sentido a toda la narrativa latinoamericana.
Es Horacio Quiroga el primero que se preocupa por los aspectos ténicos de la narrativa breve, puliendo incansablemente su estilo (para lo cual vuelve y rebusca siempre sobre los mismos temas) hasta alcanzar la casi perfección formal de sus últimas obras.
Claramente influido por Rubén Darío y los
modernistas, poco a poco el modernismo del oriental comienza a volverse decadente, describiendo a la naturaleza con minuciosa precisión pero dejando en claro que la relación de ella con el hombre siempre representa un conflicto. Extravíos, lesiones, miseria, fracasos, hambre, muerte, ataques de animales, todo en Quiroga plantea el enfrentamiento entre naturaleza y hombre tal como lo hacían los griegos entre Hombre y Destino. La naturaleza hostil, por supuesto, casi siempre vence en la narrativa quiroguiana.
La morbosa obsesión de Quiroga por el tormento y la muerte es aceptada mucho más fácilmente por los personajes que por el lector: la técnica narrativa del autor presenta protagonistas acostumbrados al riesgo y al peligro, que juegan según reglas claras y específicas. Saben que no deben cometer errores porque la selva no perdona, y, al caer, lo hacen con algo de "espíritu deportivo" y suelen morir, dejando al lector ansioso y angustiado.
La naturaleza es ciega pero justa; los ataques sobre el campesino o el pescador (un enjambre de
abejas enfurecidas, un yacaré, un parásito hematófago, una serpiente, la crecida, lo que fuese) son simplemente lances de un juego espantoso en el que el hombre intenta arrancar a la naturaleza unos bienes o recursos (como intentó Quiroga en la vida real) que ella se niega en redondo a soltar; una lucha desigual que suele terminar con la derrota humana, la demencia, la muerte o, simplemente, con la desilusión.
Hipersensible y excitable, dado a amores imposibles, frustrado en sus empresas comerciales pero aún así emocional y sumamente creativo, Quiroga abrevó en su propia vida trágica y en la naturaleza a la que estudió y padeció, con su férrea voluntad de trabajador y su sutil mirada de minucioso observador para construir una obra narrativa a la que la mayor parte de los críticos consideraron (y aún consideran) "poéticamente
autobiográfica". Tal vez en este "realismo interno" u "orgánico" de las piezas de Quiroga resida el irresistible encanto que aún hoy ejercen sobre los lectores, que, sin darse cuenta, descubren en sus páginas la verdadera naturaleza del escritor que, tal vez como muy pocos en la literatura latinoamericana, fue capaz de susurrar sus propias palabras al oído, aunque a veces el murmullo se transforme en un grito desesperado.

Horacio quiroga

Tragedias desde el comienzo
Nacido el 31 de diciembre de
1878, Quiroga era hijo del vicecónsul argentino en Salto y de la oriental Pastora Forteza. Por parte de su padre descendía del caudillo riojano Facundo Quiroga
Desde el comienzo de su vida, Quiroga vivió sumergido en acontecimientos muy trágicos: con apenas tres meses de edad, presenció desde los brazos de su madre cómo moría su padre de un disparo accidental de su propia escopeta, al intentar descender de una embarcación con el arma en una posición incorrecta.

Adolescencia y formación
París
Al año siguiente Horacio recibió la herencia de su padre, decidiendo invertirla en un viaje a
París. Estuvo —contando el tiempo de viaje— cuatro meses ausente. En la Ciudad Luz aprovechó para visitar la Exposición Universal, participar en un torneo de ciclismo y conocer al gran poeta Rubén Darío y al grupo de artistas y literatos que lo rodeaban.
Sin embargo, las cosas no salieron como Quiroga había planeado: el mismo joven orgulloso que había partido de
Montevideo con frac y en primera clase regresó en tercera, andrajoso, hambriento y con una larga barba negra que ya no se quitaría nunca más.

Cuentista
Al regresar a Buenos Aires luego de su fallida experiencia en el Chaco, Quiroga abrazó la narración breve con pasión y energía. Fue así que en
1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar Allan Poe, que fue reconocido y elogiado, entre otros, por José Enrique Rodó. Estas primeras comparaciones con el "Maestro de Boston" no molestaban a Quiroga, que las escucharía con complacencia hasta el fin de su vida, respondiendo a menudo que Poe era su primer y principal maestro.


Con dos importantes ascensos en el escalafón consular (primero a cónsul de distrito de segunda clase y luego a cónsul adscrito) llegó también su nuevo libro de cuentos, El salvaje (1919). Al año siguiente, siguiendo la idea del Consistorio, fundó Quiroga la Agrupación Anaconda, un grupo de intelectuales que realizaba actividades culturales en Argentina y Uruguay. Su única obra teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se estrenó en 1921, año en que salía a la venta Anaconda, otro libro de cuentos.

Su obra

Caricatura de Quiroga publicada en el diario "La Nación" (1922).
Seguidor de la escuela
modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió atraído por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la Naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.




En la primera de ellas Quiroga divide la acción en tres etapas. En la primera, una niña de 9 años se enamora de un hombre adulto. En la segunda parte, el hombre, que no se había percatado del amor de la niña, pasados ocho años (ella tiene ahora 17) comienza a cortejarla. En la tercera parte el hombre narra la última etapa de su amor: han pasado diez años desde que la joven lo ha abandonado. La acción se inicia aquí: es el tiempo presente de la novela.
En Pasado amor la historia se repite: un hombre maduro regresa a un lugar luego de años de ausencia y se enamora de una jovencita a la que había amado siendo niña.
Conociendo la historia personal de Quiroga, se evidencian las características autobiográficas de ambas novelas: hasta el nombre de la protagonista de Historia de un amor turbio es Eglé (así se llamaba la hija de Quiroga, de una de cuyas compañeritas se enamoró el escritor y que llegaría a ser su segunda esposa).

Hipersensible y excitable, dado a amores imposibles, frustrado en sus empresas comerciales pero aún así emocional y sumamente creativo, Quiroga abrevó en su propia vida trágica y en la naturaleza a la que estudió y padeció, con su férrea voluntad de trabajador y su sutil mirada de minucioso observador para construir una obra narrativa a la que la mayor parte de los críticos consideraron (y aún consideran) "poéticamente
autobiográfica". Tal vez en este "realismo interno" u "orgánico" de las piezas de Quiroga resida el irresistible encanto que aún hoy ejercen sobre los lectores, que, sin darse cuenta, descubren en sus páginas la verdadera naturaleza del escritor que, tal vez como muy pocos en la literatura latinoamericana, fue capaz de susurrar sus propias palabras al oído, aunque a veces el murmullo se transforme en un grito desesperado.Horacio Quiroga(1879-1937) LA TORTUGA GIGANTE(Cuentos de la selva, 1918)

La Tortuga Gigante

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día: —Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien. El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia. Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene. El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto. —Ahora —se dijo el hombre—, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica. Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne. A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre. La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse. El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo. Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre. —Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed. Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces: —El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora. Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie. Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta: —Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí. Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo: —Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires. Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje. La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco. Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir. A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber. Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta: —Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte. Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino. Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada. Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella. Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje. Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos. —¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña? —No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre. —¿Y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón. —Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré... —¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires. Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha. Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida. Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.